Yo prefiero creer
que Alfredo Sadel no ha muerto.
Me gusta
saludarlo a cada rato en la intimidad del hogar,
en la rueda de amigos, en una amarga cola
citadina o en cualquier fecha en la que su voz
me sirva de aliento o acicate, de
tranquilizante, de suave melancolía.
Recién pasaron
los 16 años de su viaje, este 28 de junio, y la
exquisitez de su clase vocal, se refina con el
tiempo. Aprovecho que este desagradecido país no
lo recuerda de la manera debida, para seguir
creyendo que vive, que tiene may energía y poder
que nunca. Que anda en un recital eterno tras el
cual volaremos a su encuentro.
En febrero de
1989 cruzamos unas palabras finales en un sitio
terriblemente desolador. Su rostro desencajado,
su piel quemada por aquellos químicos de inútil
insistencia, presagiaban en la capitalina
clínica Sanatrix que la despedida andaba de
ronda en aquellos pasillos. Poca gente sabia que
el tenor estaba muy enfermo. Muchos menos lo
visitaban y su familia lo cercaba. Nos valimos
de un común amigo y de una estrategia simple
para abordarlo con unas mascarillas que hacían
may dramática la visita.
Todavía le ganaba batallas al invencible
enemigo. Su garganta era indestructible y así
lo demostraría días antes de su muerte en aquel
concierto que exploraba corazones y obligaba
lagrimas en el “Teresa Carreño”.
“Caminos de mi
tierra, caminos de calor
siempre se me
esparraman en callecitas de sol
caminos de mi
gente, de caña y esplendor
se pierden en lo
verde dentro de mi corazón”
A. Sadel.
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Cuanto puedo
decirles de Manuel Alfredo Sánchez Luna, el
caraqueño de la populosa y popular parroquia San
Juan, bienvenido por fortuna a este mundo el 22
de febrero de 1930, hijo de Manuel Sánchez
Benítez y Luisa Amelia Luna. Cierta vez dijo
nuestro personaje que era uno de 51 hermanos
paternos
En un poco más
de 40 años de vida artística intensa, la profusa
trayectoria de Sánchez Luna, fue brillante y
controvertida. Variada y luminosa. Incesante
pero incompleta. El nos pudo dar más en años de
servicio y de repertorio. Solo que muchas cosas
estuvieron en derredor, particularmente un
carácter fogoso, un temperamento irritable.
Solemos consolarnos diciendo que los genios son
así.
No se daba
descanso nunca. Desde que debuto en la Caravana
Camel en 1947 hasta que todavía anunciaba en la
antesala de su transito al mundo espiritual, que
habría de grabar algunos discos. El también
intuía que su trabajo estaba incompleto, a medio
dar. En lo clásico y en lo popular. Polémico,
duro, recio, guapo y guapetón, Alfredo era
singularmente especial. Recto como su carrera,
intachable como su canto, sin dobleces en la
amistad.
La Magdalena
Sánchez de El Gavilán y Mango Verde, y el Alci
Sánchez de Pesar y Evocación, hicieron que el
apellido le resultara inconveniente en su trato
inicial con las estrellas. Fenomenal aquella
idea de tomar la silaba final del apellido del
Morocho del Abasto, y fabricar un Sadel que
nunca más se escaparía de nuestros oídos.
Alfredo siempre llevaba un tango por dentro y
Carlos Gardel era, con Néstor Chayres, uno de
sus adorados íconos. Entonces caricaturista de
La Esfera, también trabajaba con el maestro de
la cinética Carlos Cruz Diez en la publicidad
Mcan Ericsson. Llevaba el arte por dentro y a
los 16 años comenzó a tomar clases de canto.
Despegaba hacia el infinito de los éxitos quien
habría de ser el primer gran ídolo nacional de
la farándula.
“Cartel
que llena la plaza
y nos llena el
corazón
prometiendo por las
paredes
una tarde a lo
Girón”
El toreo
era otra de las pasiones del ilustre caraqueño.
Novillero frustrado por tantos revolcones, fue
amigo de Luis Sánchez “Diamante Negro”, de los
Girón y de César Faraco, con quien compartió en
el Colegio Salesiano algunas veladas musicales
estimuladas por un especial instructor, el padre
Azoara, quien descubrió su hermosa voz en
aquellos pasillos escolares. Años más tarde su
vida profesional arrancó en Radiodifusora
Venezuela, luego de haberse iniciado en el
programa “Cada Minuto Una Estrella” de Radio
Tropical, y en 1946 grabó por su cuenta un
acetato con el tango “Trenzas” y la canción
“Desesperación”, de Guillermo Castillo
Bustamante. Los éxitos llegarían en tropel
porque grabó el primer disco de fabricación
nacional, marca Rex, con el pasodoble “Diamante
Negro” y cantó en la película “Misión Atómica”
un afro llamado “Chumba Chumba”.
Sadel se
catapultó rápida y definitivamente. Su postura
de galán acentuaba su idolatría y causaba furor
en el público femenino. “Desesperanza”,
“Lloraste Ayer”, “Son Dos Palabras” y tantos
otros temas cautivaron el mercado nacional e
internacional. En 1951 participó en la película
“Flor del Campo” y estuvo en Barquisimeto,
quizás por vez primera, estrenando canciones de
Manuel Pérez Díaz. Igualmente grabó con Billos y
comenzó una amistad de impresionante fuerza con
el maestro Aldemaro Romero, uno de sus allegados
de mayor valía. Por esos tiempos viajó a Estados
Unidos, lo contrató la RCA, que identificaba a
los mejores artistas de la época y se paseó por
el “Latín Quarter”, el “Jefferson” y el “Chateau
Madrid”. Conoció a Terig Tucci y grabó con este
cotizado maestro, quien le obsequió unas yuntas
con las iniciales C.G. un viejo recuerdo de
Carlos Gardel, que un día nos mostró en su
quinta “Mi Canción” de Carrizal en el estado
Miranda.
En La
Habana, 1955, su actuación fue descollante.
Nunca los cubanos lo han olvidado desde que los
deleitó con sus boleros de ensueño, y hasta
grabó “Alma Libre” con el bárbaro Beny Morè. En
el 56, la RCA decidió lanzar su primer LP y fue
escogido Sadel para hacer el larga duración “Mi
Canción”. Casi de inmediato hizo su pasantía en
el cine mexicano con Miguel Aceves Mejía y el
pugilista “Ratón” Macías, Javier Solís,
Evangelina Elizondo, Julio Aldama, entre otros.
Estaba enfermo de una cuerda vocal, fue operado
con malos pronósticos, y antes de esa
intervención grabó “Fiesta latinoamericana”, un
Lp que condujo Aldemaro Romero.
El
celebrado escritor venezolano José Balza diría
de su admirador tenor:
“Así como un espectro sonoro revela a
Hamlet los amores la intriga y el paso del
crimen, así la voz de Alfredo Sadel esconde en
su resonancia, en su versatilidad, el esplendor
y lo deleznable del alma venezolana.
Indiscutiblemente ligadas, la historia
contemporánea de Caracas y la biografía vocal
del cantante, por otra parte, se entrecruzan, se
imantan”.
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Son
incontables los esfuerzos que Alfredo hizo en el
exterior por sus compatriotas víctimas de la
dictadura. Su dilatada carrera no encontraba
pausa. Hizo presentaciones con Xavier Cugat y la
Metro Goldwyn Mayer, donde sustituyó a Mario
Lanza y le dieron un contrato de siete años. Ed
Sullivan lo presentó en su show, y en Broadway
estrenó la comedia musical “Fanny”, un primer
paso de su inclinación lírica.
Otro país
que acogió con locura y admiración a Sadel fue
Colombia. En Bogotá y Medellín no paró de
excitar a los más eruditos sectores de un pueblo
con exigencia extrema por la buena música.
Volvió a México para filmar nuevamente con Solís
y Aldama, junto a la querida Sara García. Se
acercaban los años 60 y decidió dejar el
contrato con la Metro, porque no le daban
trabajo. Pasó por Argentina y por cuenta propia
deslizó su afán tanguero con el maestro Roberto
Grela, un virtuoso de la guitarra.
“Oye bajo las
ruinas de mis pasiones
y en el
fondo de su alma que ya no alegra
entre
polvo de ensueños y de ilusiones
brotan
entumecidas mis flores negras”
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A partir
de 1961 el Sadel de corte popular le dio paso al
Sánchez Luna operático, clásico. Montó la
zarzuela “Los Gavilanes” y se inició un
esplendoroso salto a la gloria lírica por los
escenarios de Europa y América. Su voz rebotó en
los teatros de Moscú, Milán, Belgrado, Madrid,
Viena y tantos otros con “Lucía Di Lammermoor”,
“La Bohemia”, “La Traviata”, Tosca” “El Barbero
de Sevilla”, funciones que, entre tantas dentro
del país, incluso presentó en un festival
operático celebrado en Barquisimeto, una ciudad
muy de sus afectos.
Los
devaneos amorosos de Alfredo fueron incontables
y hay cientos de anécdotas de sus afanes
donjuanescos. Como los marinos, en cada puerto
un amor. Su fama de enamorado era tan cierta
como la de “peleón”, pues poco le costaba soltar
la mano al menor irrespeto. Sanjuanero al fin.
La
lejanía de sus seres queridos era el obstáculo
mayor para seguir con la meteórica trayectoria
europea. Nada bien andaban sus relaciones con
Rosita Rodríguez, su mujer, y eso conspiró
contra su estabilidad mental y espiritual. “El
éxito es insoportable sin mis hijos” solía
decir.
Fue un
quijote en el afán de hacer temporadas de ópera
en Venezuela. Se sentía como un rechazado en su
patria. Había olvidado su contacto popular, su
nexo con el pueblo que antes lo adoraba. Le
cerraban puertas en las narices.
“Yo soy aquel
cantor
que te arrulló
tantas veces
que no traicionó
tu amor
tu amante fiel
trovador
Participó
en el Festival de la Voz de Oro de Barquisimeto
y estuvo involucrado en una gran polémica al
perder su “Toledo” con la “Rosario” de Héctor
Cabrera”. Al año siguiente logró el desquite con
“Aquel Cantor”, de su propia creación. Y es que
Alfredo brilló en la composición con casi 80
temas. “Caminos de mi tierra”, “Cuenta Mi Alma”,
“El Guarapo”, “Una Noche Contigo” “Dominó” y
tantas otras muy degustadas. Como amante de la
tauromaquia y amigo de los toreros, compuso
muchos pasodobles.
Su
discografía alcanza casi 650 temas oficialmente,
pero seguramente habrá muchas grabaciones
inéditas esparcidas en América. Este gran hombre
que nos ocupa, injustamente relegado por
generaciones que ignoran su trascendencia y
obra, es uno de los venezolanos inmortales, sin
dudas el mejor cantante de nuestra historia y un
paisano ejemplar cuyos logros no podemos
detallar en este espacio que ustedes gentilmente
me conceden.
En este
auditorio, con hombres y mujeres que se enrumban
hacia la madurez, es grato repasar el legado que
Alfredo Sánchez Luna, el tenor favorito de
Venezuela, nos dejó con abundancia y solidez.
Hemos hablado de un hombre digno, hasta ahora
sin parangón en sus alcances.
Mala costumbre esa de cotizar lo
foráneo y bloquear y esconder lo nuestro.
Alfredo se merece una flor y una remembranza de
cada venezolano. Pero para eso es necesario
exponer sus virtudes y ejemplos, sus hechos
cumbres, su vertiginoso paso en cuatro décadas
de esplendor y gloria. El famoso crítico Kurt
Pahlen lo consideró uno de los 10 grandes de la
historia y su bella voz cautivó a los entendidos
del planeta. Un busto en Leningrado, una calle
en La Habana, una eterna idolatría en Colombia
son certificados incuestionables. Aquí una vez
le negaron con baladíes argumentos su nombre
para algún escenario y hasta ordenaron que su
figura tallada abandonara el Juárez que tanto
lustre recibió de su garganta maravillosa.
Alfredo
debería ser nuestro gran Embajador continental.
En cada maletín viajero no debería faltar su
voz, su encantadora melodía. En otro terruño
sería un mito, pero aquí es un recuerdo que a
veces estimulamos con obligación, sin
espontaneidad.
El
dramaturgo José Ignacio Cabrujas, su amigo de
mucho tiempo, atinó a decir tras el deceso del
cantor:
“Ocurre que hay
voces más allá de ellas mismas. Supongo que
mucho más importante que cantar bien, o mal, o
mediano, mucho antes de caer en eso que solemos
denominar un juicio crítico (y dudo que en la
vida exista algo más expuesto a un juez que un
cantante) una voz puede tener el privilegio de
representarnos a todos. En este caso no se trata
de cantar bien, qué se yo, un bolero o un aria
de Donizetti, que en el fondo es lo mismo. Se
trata de cantar bien a una gente. O dicho con el
mejor egoísmo, se trata de cantarme bien a mi.
Alfredo será siempre el que me hizo el oído. El
que me pertenece con aficionado orgullo, y, por
lo tanto, el más grande.
ALFONSO SAER |