nietzsche4r.jpg (4634 bytes)NIETZSCHE: Caso endiablado de todos los espÍritus libres

Jesús Puerta. Profesor de la Universidad de Carabobo

Debo comenzar justificando la necesidad de leer a Nietzsche en estas latitudes latinoamericanas, ciertamente arcaicas, con una modernidad que nos aqueja como una gripe sin llegar a neumonía. Digo, porque no faltará algún profesor que nos acuse de europeizantes y hasta afrancesados, que comentamos a Nietzsche para seguir una moda iniciada por Foucault, moda aún más superficial ya que el alemán de marras poco aporta a nuestro dolido subdesarrollo dándose por sentado que es un antecedente del nazismo y, ni siquiera, un pensador sistemático. Así saldrían al ruedo, de entrada, todos los prejuicios ante el filósofo que se echaron a rodar desde De Gaulle y, aún mucho antes, desde Luckacs y las tergiversaciones y omisiones debidas a la hermana de Nietzsche, Elizabeth, ella sí racista y proto-nazi.

La primera repuesta a la acusación de cosmopolitismo banal, sería llamar la atención acerca de las alusiones a Nietzsche en las obras de autores tan latinoamericanos como Rubén Darío (ver el cuento El Salón Negro, en el cual Nietzsche es el exacto negativo del monarca sabio y temeroso de Jehová) y, más acá, Rómulo Gallegos (quien obliga al pobre Reinaldo Solar, resumen de una ineficaz oligarquía que nunca supo ser clase dominante a nadar incansablemente para llegar a ser Superhombre) y el recién finado Arturo Uslar Pietri (gracias a esa referencia sarcástica a la voluntad de poder en su cuento La Burbuja, entre otros). También en el pensamiento de uno de nuestros filósofos, Ernesto Mays Vallenilla, podemos descubrir marcas nietzscheanas, aunque matizadas por la interpretación de Heidegger y cierto cristianismo que se clava, cual incómodo chinche, en los nietzscheanismos que recupera el fundador de la USB cuando se refiere al ansia de poderío detrás de la ciencia y la tecnología.

De modo que Nietzsche, si moda, no es de ahora; sino que ha sido una influencia importante en nuestra cultura aunque, quizás, no debidamente comentada o valorada. Claro, pienso que, a juzgar por las referencias en los relatos mencionados de los venezolanos, la actitud de estos ha sido únicamente de burlona condescendencia, la obligada con un loco cuyo desorden mental lo hace al final inofensivo como, de nuevo, el personaje de Uslar Pietri el cual intenta caminar sobre el agua, emular al crucificado, en virtud de su pura y simple voluntad, la fuerza que mueve al universo.

Pero asumamos lo de la moda intelectual. Sí: hay una actualidad de Nietzsche que nos revienta en la cara cada vez que leemos algún autor relevante europeo o norteamericano, especialmente a partir de los años setenta. Esa presencia del creador del Zaratustra parece recurrente. Viene y va, como una ola, siempre igual, siempre distinta. Es evidente en Michel Foucault, ya lo hemos señalado y, mucho antes de nosotros, quienes se han acercado con admiración o por lo menos con esperanzada zozobra al cratólogo y arqueólogo del saber. En Jacques Derrida también muestra su faz, tamizada por el inevitable Heidegger. Algo parecido ocurre con Gianni Vattimo; y así con Lefebre, Lyotard, Habermas (así sea en plan de polémica y rechazo), y hasta Savater, para quien Nietzsche es un "tónico moral".

Una primera incógnita será averiguar por qué esta presencia recurrente, casi fundamental, del caminante solitario, alter ego de Zaratustra. Y las razones de esa influencia no se encuentran en ninguna otra parte que en su obra. Aquí nos acercaremos a ella desde un par de páginas que, a la manera de un holograma, nos muestra el todo a través de una parte. Me refiero a ese texto, corto, aparentemente ligero, de aires teatrales, incluido en El ocaso de los ídolos, obra de madurez del filósofo. Ensayaremos, pues, mostrar este poderoso reconstituyente filosófico, a través de los hilos tendidos en "De cómo el verdadero mundo término por volverse una fábula. Historia de un error", esos doce párrafos que son el magnífico epítome de una explosión.

La Rebelión contra los Padres

Si interpretáramos en clave psicoanalítica ese aire rebelde nietzscheano que nos agarra por las solapas para sacudirnos, podríamos insinuar que sí, que hay un amotinamiento frente al padre, aunque en este caso hay varios padres contra quienes el eterno adolescente reacciona con violencia: Sócrates, Platón, Cristo (o más bien, Saulo de Tarso), Kant, Schopenhauer. En estos enfrentamientos sucesivos y simultáneos a los que parecen más bien como reapariciones corregidas o enmascaradas de un único y mismo espectro, Nietzsche cuenta con un apoyo inesperado: el positivismo. Pero también, Heráclito y, a ratos, Hegel.

Esto se evidencia en la estructura episódica del texto que comentamos ("De cómo el Verdadero Mundo terminó por convertirse en fábula. Historia de un error", inserto en El ocaso de los ídolos).

En la primera escena (asumimos la insinuación teatral sugerida por Carlos Dimeo), se indica un parlamento y un comentario: "El mundo verdadero es accesible al sabio, al piadoso, al virtuoso; éste vive en él, es este mundo (forma antigua de esta idea, relativamente sabia, simple, convincente. Es una trascripción de la tesis yo, Platón, soy la verdad)”.

Acá se imponen varias aclaraciones. El mundo verdadero, la verdad, tiene denotaciones ontológicas, epistemológicas y éticas. Es, a la vez, el ser, el conocimiento de ese ser, y su consecuencia, la virtud. Esto, por supuesto, alude a los dos primeros padres de la filosofía occidental, Sócrates y Platón. Para nosotros, contemporáneos vulgares, es difícil acceder a estas ideas: nos aparecen abstrusas, fantasiosas y hasta inútiles. Pero además, para nosotros están separadas entre la ciencia (la verdad del ser), la ética o la política (el deber) y el arte (la belleza).

El ser para Sócrates y Platón no es lo concreto, lo tangible, lo observable y medible; sino lo que es realmente, en un sentido aproximado a como nosotros decimos que queremos una verdadera democracia, o decimos que la de Oxford, en comparación con la nuestra, subdesarrollada y docentista, es una verdadera universidad. El ser socrático es el ser conceptual, sin contradicciones; el ser platónico es el ideal, el arquetipo; el ser es como debiera ser, de acuerdo a necesidad lógica o conceptual. Por eso es que, conociendo el ser, podemos acceder a la virtud: ésta implica convertimos en el mejor de los hombres, así como el conocimiento de lo que debiera ser permite ser los mejores carpinteros, zapateros, etc. Siendo el oficio más excelente, el verdadero oficio, el verdadero, el de ser hombre, lo desempeñará el virtuoso gracias al conocimiento del ser. La falta de virtud es simplemente ignorancia del ser.

Hasta aquí Sócrates y Platón. Nietzsche connota dos ideas adicionales. Primero, que efectivamente, en cierto sentido, el ser ha existido, en su triple denotación de ser, conocimiento y virtud. Esto es, como dice, se trata de una idea "relativamente sabia, simple, convincente". El "Mundo Verdadero" es el de los nobles, el de los aristócratas, el de los mejores: los sabios, los piadosos, los virtuosos, predicados que se identifican en un mismo individuo (o clase de individuo) en el socratismo y el platonismo. Pero este reconocimiento, este tibio acuerdo, es irónico: se trata de un error, como bien lo ha caracterizado desde el título. Cómo se evidencia el error, se verá a continuación.

El Anticristo

En la segunda escena aparece el cristianismo. En este punto es bueno precisar a qué se refiere Nietzsche: no es el cristianismo del "último cristiano el que murió en la cruz". Este personaje, dice en El Anticristo, tiene la psicología lamentable del que ya no quiere vivir, del que rechaza la vida en sí misma y se entrega a la muerte por no resistir y luchar. Cristo parece a los ojos de Nietzsche como un enfermo de la voluntad, un abúlico existencial, un Buda, y ya veremos, cuando se enfrente a Schopenhauer, lo que esto implica.

Pero no es Cristo, sea cual sea su realidad histórica, el oponente; no es digno siquiera de serlo; no. Es Saulo de Tarso, el paradigma del sacerdote, del enemigo feroz y oscuro de la vida, de la sensualidad, de la alegría de vivir. Pablo es el cruel torturador que impone atroces penitencias a cambio de una descolorida promesa. Por eso, Nietzsche escribe en la segunda escena: "El mundo verdadero no es accesible hoy; pero es prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso (‘al pecador que hace penitencia’) (Progreso de la idea: se hace más sutil, más insidiosa, más inaprehensible, se hace femenina, se hace cristianismo)".

La ironía matiza cada palabra. El "progreso" del "mundo verdadero" es un desarrollo de la insidia, de una sutilidad venenosa, femenina en el sentido de, al no hacer uso de la fuerza bruta, franca, abierta, tiene que echar mano de la manipulación mentirosa para manchar, envenenar, lo que es sano y fuerte en el animal franco y veraz que es el hombre. Para Nietzsche el cristianismo es una especie de platonismo de mala calidad, vulgar para decirlo en lenguaje popular venezolano: se trata de un platonismo chimbo. Una degeneración, porque "el mundo verdadero" deja de existir en el sabio, el piadoso o el virtuoso (que en Platón y Sócrates es el mismo), para ofrecerse como una promesa al pecador, para manipular en fin, con el único y despreciable objetivo de reprimir o, peor aún, hacer culpable las ganas de vivir, de gozar, de dominar. Y es más insidiosa todavía esta idea, puesto que es la manipulación de una casta dominante: los sacerdotes, los cuales tienen una encarnación moderna: los sabios, los científicos. Es decir, los sacerdotes pretenden dominar, lo cual pudiera ser sano pues es expresión de las ganas de vivir; pero para ello mienten, envenenan, acosan moralmente con la culpa y el arrepentimiento; imponen la penitencia, el dolor, la vergüenza y así atentan contra la vida, la sensualidad, el sexo, la alegría. En fin: la salud.

Que el "mundo verdadero" haya tenido que degenerar en cristianismo, es una evolución del poder mismo: la voluntad de poder intenta dominarse a sí misma. He aquí su dolorosa paradoja: porque su objeto de dominación sólo puede ser logrado mediante un estímulo a su poderío, que es, al mismo tiempo, lo que quiere extinguir. Desenmascara así Nietzsche al sacerdote y sus mentiras de mansedumbre. Pero también al asceta: su motivo verdadero es la más dura y furiosa voluntad de poder. Es ella la que lo lleva a someter en sí mismo sus necesidades fisiológicas, sus fantasías compensatorias, su propia vida. Pero esa misma complexión moral se advierte en el científico; hay una pulsión fundamental, imperiosa, brutal, a dominar, a controlar, a someter la naturaleza a sus conceptos. Es más, el científico en cierto sentido simbólico, descuartiza, descompone, tortura (como bien lo observó Bacon), al analizar la naturaleza.

Lo que reclama Nietzsche no es la acción de esa voluntad de poder; al contrario. Lo que le parece despreciable, es ocultarla, envenenarla con la culpa, intentar extinguirla hipócrita e insidiosamente con la promesa de un falso "mundo verdadero".

La Idea Konigsberguiana

Pero la evolución del "error" continúa. En la escena 3, se torna "konigsberguia-na" (de Konigsberg, ciudad de Kant), es decir, kantiana: "el mundo verdadero es inaccesible, indemostrable, no prometible; pero ya por el hecho de ser pensado es un consuelo, una obligación, un imperativo (en el fondo es el viejo sol; pero se transparenta a través de la neblina y del escepticismo; la idea se ha hecho sublime, pálida, nórdica, konigsberguiana)".

Como no se puede pensar sensatamente en las mentiras del cristinianismo, infierno y cielo incluidos, sus mandamientos se tornan convenientes y hasta obligantes por sí mismos. En otras palabras: se hacen racionales. El imperativo categórico de Kant es una maniobra de la razón para justificar el principio evangélico de "no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan", invertirlo positivamente ("haz lo que desees que todos hagan"), fundamentarlo racionalmente por la vía de su universalización, de la deseabilidad de su generalización.

Esta idea, más que kantiana, es de toda la ilustración. Nótese que Nietzsche la identifica con "el viejo sol", la antigua claridad de los viejos aristócratas griegos. En efecto, la razón por sí misma (porque para Kant la razón práctica, la de la moral, es autoconstitutiva) accede al conocimiento y la virtud. La razón, o sea, los sabios, los filósofos, los seres racionales. Pero esa antigua claridad es tamizada por el escepticismo y se ha tornado sublime, es decir, irrepresentable para la imaginación. Además, no es accesible, pero sí obligante. Acá, de paso, se separa la ética de la ciencia. Para ésta, no es conocible la cosa en sí. Pero la razón práctica (la ética, la moral, ¿la política?) si es constituyente.

Una versión sarcástica de esta antigua claridad empalidecida, la tenemos en Voltaire: Dios no existe, por supuesto, pero de todos modos, convendría la religión para controlar los apetitos y las violencias de los hombres, como fuerza socializante. Como acción conveniente desde un punto de vista político. O sea, con el cinismo del príncipe, que hace y no dice lo que hace. Que para escribir El Príncipe está Maquiavelo, quien no es hombre de poder, que no puede hacer, aunque sí decir.

No debe escapársenos una ausencia escandalosa en este texto nietzscheano. Me refiero a Schopenhauer. El lugar de esta no-referencia es el de Kant y la Ilustración, por cuanto la filosofía radicalmente pesimista schopenhaureniana habría sido imposible sin la cosa en sí, esa "abstracción vacía" según el juicio hegeliano, que ya en la filosofía kantiana juega el papel del ser, pero que, a diferencia de Sócrates y Platón, es por definición incognoscible, inaccesible. Recordemos que para el filósofo de Konigsberg sólo se conoce (o se entiende) el fenómeno, "lo que se nos muestra" a través de la síntesis de los esquemas de la estética trascendental (espacio y tiempo) y las categorías de la razón, que son sólo condiciones de posibilidad de la experiencia sensible. Schopenhauer desarrolla la ontología que se le escapa como liebre mágica a Kant, y afirma abiertamente que esa cosa en sí, ese noúmeno, no es otra cosa que el ser, y éste es una pulsión insoportable, la Voluntad, que en su culminación, a través de las innumerables metamorfosis de la naturaleza, que son otras tantas formas del dolor, llega a el hombre y su voluntad de vivir, el motivo de su desgracia porque es el otro nombre del deseo, enemigo que hay que extinguir, a la manera del budismo.

¿Acaso consideró Nietzsche que Schopenhauer no continuaba el error cuya historia resumen los párrafos comentados? Es curioso, porque la ruptura con el pesimismo schopenhaueriano fue tanto más dolorosa y estruendosa, cuanto fue profunda y significativa su marca en la formación del joven filósofo. Nietzsche llegó a ser el justo negativo, la imagen invertida, de Schopenhauer. Si éste pretende la extinción de la Voluntad de Vivir, por ser motivo de la existencia y sus sufrimientos, aquél la exacerba, promueve su estímulo y termina identificándola con la Voluntad de Poder, una y múltiple, contradictoria consigo misma, proliferante, gozosa y dolorosa, precisa y exactamente por lo mismo: por ser la vida misma.

Esta simetría de los contrarios Schopenhauer-Nietzsche esconde y revela a la vez una identidad en la concepción ontológica de la voluntad (en un sentido, digamos, objetivo: el querer-ser, la potencia, el querer-poder). Lo que es, lo que hace ser, es esta fuerza ciertamente universal, dinámica, proteica: la voluntad de poder. Esta es una recaída en la metafísica; un punto débil de la filosofía nietzscheana que a veces intenta tender puentes a la biología y la física, y hasta con la sociología positivista de su tiempo.

El Gallo del Positivismo

La escena 4 y 5 aluden al positivismo, con el cual coqueteó Nietzsche durante todo un período de su vida intelectual. Lou Andreas Salomé, la temible rusa que acaso robó el corazón del filósofo, lo apunta en su biografía. Sí: es posible rastrear positivismo desde La Gaya Ciencia, aurora, hasta incluso La Genealogía de la Moral.

Dicen los dos párrafos en cuestión:

4. ¿El mundo verdadero es inaccesible? En todo caso, no hemos tenido acceso a él. Y no habiendo tenido acceso a él, es desconocido. Por consiguiente, no puede servir de consuelo, no puede ser liberador, no puede obligar; ¿qué obligación podría imponernos una cosa desconocida? (Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo).

5. El verdadero mundo es una idea que ya no es útil para nada, ni siquiera impone obligaciones; es una idea que se ha hecho inútil y superflua; por consiguiente una idea refutada; eliminémosla (Día claro; desayuno; vuelta del buen sentido y la serenidad; púdico rubor de Platón; caso endiablado de todos los espíritus libres)".

La negación del "mundo verdadero" no es otra cosa que la negación de la metafísica filosófica, labor emprendida antes, durante y después de Nietzsche por Kant, Marx, Comte (¿el "gallo galo" aludido en los párrafos?), y en general por todas las variantes del positivismo, incluido el neopositivismo de los 30 del siglo XX. Hay dos movimientos en esta tarea antimetafísica: primero, desmontaje de los grandes sistemas de los siglos XVIII y XIX (Leibnitz, Hegel, etc.); segundo, sustitución o desplazamiento mediante la Ciencia (así en mayúscula), una ciencia unida por su método y su lenguaje, que excluye las "expresiones sin sentido" de la ontología, la ética y hasta la estética. Hay un tercer paso, que emprende el neopositivismo: análisis lógico del lenguaje para mostrar los errores gramaticales que están en la base de todo pensamiento metafísico. En estos pasos, Nietzsche acompaña a sus análogos.

Así como Marx redujo el grandioso sistema hegeliano a simple "ideología", una "falsa conciencia", una suerte de aparatosa excusa para los intereses de la clase dominante, fundada, en última instancia, en los papeles jugados por los grandes grupos en la estructura productiva de la sociedad; Nietzsche pretende reducir toda la filosofía a justificaciones de dominaciones, incluso a simples efectos de ciertos desarreglos fisiológicos o complexiones físicas. En Más allá del bien y del mal llega a sentar la premisa, que bien pueden suscribir los neopositivistas, de que los grandes sistemas filosóficos se deben a la "seducción del lenguaje", a constreñimientos de la gramática de ciertas lenguas que nos obligan a pensar en términos de sujeto, cualidades y acciones.

¿Por qué escandalizarse con este coqueteo con el positivismo? Foucault, en su arqueología del saber, llega a hacer un elogio del positivismo y hasta advierte que las conexiones que estableció en las palabras y las cosas no son generalizables, sino simples inducciones inferidas de las relaciones entre la economía, la gramática y la biología. Por otra parte, nótese que en su genealogía de la moral, Nietzsche se distingue claramente de las corrientes pragmáticas inglesas que pretendían explicar la moral como costumbres cuyo fin ha sido olvidado. Al contrario, Nietzsche ubica las raíces de la moral en la identidad del bien con la aristocracia dominante (recordar a Platón) y el mal con los dominados, equivalencia que es perversamente invertida por el cristianismo, el cual convierte en virtud lo que antes era defecto (la mansedumbre, la debilidad, "dar la otra mejilla"). También, ubica la raíz de la Culpa en una transformación enfermiza de la deuda que los hombres arcaicos tenían con sus dioses, y finalmente, arremete contra el "espíritu ascético" de los sacerdotes dominadores, como una deformación de la voluntad de poder al intentar en vano someterse a sí misma.

Habermas le reclama a Nietzsche el traer argumentaciones biológicas, fisiológicas, ambientales, para explicar el sentido vital de las morales, su función en la conservación y perfeccionamiento biológico de la especie humana (ver primer fragmento de la Gaya Ciencia), cuando de lo que se trata es de presentar argumentaciones "metateóricas", "reflexivas", es decir, propiamente filosóficas y no científicas (en el sentido positivo). Con esto, con la referencia a la reflexión, Habermas lo que le cuestiona a Nietzsche es no ser Hegel. Apunta, por supuesto, a una debilidad de Nietzsche, la misma del positivismo: pretender sustituir la filosofía con las disciplinas científicas específicas.

Incipit Zaratustra

Pero la evolución no se detiene en el positivismo. En la escena 6 se dice:

Nosotros hemos sorprendido al verdadero mundo; ¿qué mundo ha quedado? ¿Acaso el aparente?... Pero no. ¡Con el verdadero mundo hemos suprimido también el mundo aparente! (Mediodía; instante de la sombra más corta; fin del larguísimo error; punto culminante de la humanidad; Incipit Zaratustra).

Lou Andreas Salomé señala en su biografía que Nietzsche, después de sus etapas schopenhaueriana y positivista, recae en una especie de misticismo, por el cual renuncia a fundamentar científicamente intuiciones filosóficas tan importantes como el eterno retorno. Ya vimos las raíces schopenhauerianas de la ontología de la Voluntad de Poder y la inspiración positivista de su crítica a la moral (específicamente, a la moral cristiana). Es hora de encontrar el aura mística (o mítica) de este elemento, así como de la tesis del Superhombre.

Concuerdo con Salomé en que el Nietzsche del Zaratustra y textos posteriores (Más allá del bien y del mal, El crepúsculo de los ídolos, etc.), es un pensador ya maduro. Aunque las intuiciones del "eterno retorno" y el "superhombre" habían sido adelantadas desde sus primeros escritos, pienso que su versión definitiva y más propia está en estos últimos libros. Son símbolos, algo más que meras alegorías de conceptos filosóficos. Es inútil buscar delimitar semánticamente su significado, a la manera lógico-positivista. Los símbolos se despliegan en múltiples sentidos. Estos dos, especialmente.

Hemos dejado atrás, dice Nietzsche, el mundo verdadero, la metafísica, la ontología. Pero tampoco nos queda el mundo aparente. No hay ni apariencia ni esencia. ¿De construcción mucho antes de Derrida? Tal vez. Pero la vemos más dialéctica. Al negar la negación de esencia y apariencia, éstas quedan superadas y absorbidas por un "más allá" (del bien y del mal, de la verdad y la falsedad). Infiero que es un más allá existencial, moral, vital: el símbolo del superhombre como superación, especialmente del "último hombre", el satisfecho con la comodidad, el indigno de grandes proezas, el hombre nihilista, pequeño en sus aspiraciones, contento de sus mezquindades. Nietzsche deja atrás el problema de la verdad y el bien, porque lo subordina a motivos para estimular la voluntad. La trasmutación de valores de Nietzsche consiste en eso: es bueno y verdadero lo que anima la vida, la voluntad, el poder. Este es un proyecto moral y político; pero también un diagnóstico, un análisis de lo real: un extremo del escepticismo con la ciencia, la cual ha terminado, después de Foucault y Kuhn, inclusive, como discurso, lugar de convenciones o, más bien, objeto de pugnas, condensación de correlaciones de fuerzas, efecto o resultados provisionales de combates entre voluntades, como se sugiere en Más allá del bien y del mal al hablar de una ciencia matriz, la psicología como morfología de la Voluntad de Poder.

¿Sería demasiado arriesgado sugerir que este Superhombre no es otra cosa que el retorno de los sabios, los piadosos, los virtuosos aristócratas que hallamos al principio de esta historia de errores? ¿Este sería un sentido plausible del eterno retorno?

Dar una respuesta definitiva no es el objeto de estas líneas. En todo caso, Nietzsche aparece como lugar inevitable por donde se cruzan las reflexiones epistemológicas, teóricas, éticas y políticas de hoy.

 

BIBLIOGRAFIA

Habermas, J. 1976. Sobre Nietzsche y otros ensayos. Alianza Editorial. Madrid.

NIETZSCHE, F. 1971. El crepúsculo de los ídolos. Siglo XXI Editorial. Buenos Aires.

NIETZSCHE, F. 1979. Así hablaba Zaratustra. Alianza Editorial. Madrid.

NIETZSCHE, F. 1983. Más allá del bien y del mal. Orbis Editorial. Madrid.

SALOME, L.A. 1978. Nietzsche. Editorial Zero C.A. Madrid.